La Luz de los Tambores

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Presentación: Claudia Tenorio.
Música: Sunday by TrackTribe

Danza a Babalú Ayé

En los últimos días, estuve publicando una historia en Instagram acerca de una reportaje que hice hace ya muchos años.
En 1992 fui encomendado para realizar la cobertura de la conmemoración de San Lázaro en La Habana, Cuba, que tiene su referente en la religión Yoruba (Nigeria) como Babalú Ayé.
Gracias a los buenos oficios de un equipo de la televisión japonesa, pude acompañarlos a esa celebración que se realizó en una pequeña casa de en los límites de la provincia de la Habana.

Ese día, 17 de Diciembre, se conmemora a San Lázaro en la religión católica, en una de las procesiones mas importantes de Cuba.
Estuvimos primero en la iglesia de San Lázaro, donde la gente carga pesadas piedras como penitencia que le ofrecen al santo, a este se le piden milagros para los desahuciados en una peregrinación que el gobierno comunista de la isla siempre toleró.
Luego de fotografiar la ceremonia católica, nos dirigimos a una pequeña casa en un barrio cercano donde se realizaría el “Tambor Batá”, nombre que lleva la ceremonia donde se le rinde culto al dios Yoruba Babalú Ayé.

En esa casa, que contaba con solo dos habitaciones de no más de cinco por cinco metros cada una, comenzó a reunirse gente del barrio hasta llegar a ser algo más de ochenta personas.
Tanto el camarógrafo de la televisión como yo, veíamos con preocupación no solo lo reducido del lugar, sino que cada una de las habitaciones, estaban iluminadas solamente por un triste tubo fluorescente.
De aquellos tubos que ya quedan muy pocos, y que tenían una iluminación de color verde, con una intermitencia constante debido a la fluctuación que produce la corriente alterna de 50 o 60 ciclos.

Si la luz nos preocupaba por la temperatura de color que era muy difícil de vencer, mucho más nos tenía ensimismados la escasez de la luz ambiente.


Las condiciones en nada me favorecían, habría de usar todos los recursos posibles para que las imágenes quedaran impregnadas en la película. (Fuji HG 400 de ISO).
Busqué mi flash en mi bolsa de equipo, para descubrir luego que el techo era de un gris verdoso, deslucido por el tiempo.

Y los tambores comenzaron a tocar.

De a poco, los asistentes comenzaron a danzar, a cantar al ritmo de los tambores.Y de pronto, de uno de los pasillos de la casa apareció un joven fornido, fuerte, amenazante con un puro en su boca y lanzando espuma como si estuviera rabioso.
Maltrecho, débil por tantas enfermedades luego de haber tenido una vida licenciosa, Babalú Ayé se encontraba ahora entres los habitantes de la tierra para erradicar los padecimientos.

Era “El Montado”, a quien Babalú Ayé , el dios de las enfermedades, había “poseído” para bajar al mundo de los vivos.


La danza iba creciendo, los cuerpos bailaban al compás del ron y el calor típico de Cuba.
“El Montado” bufaba, daba miedo, y se mezclaba entre la gente que quería tocarlo, para que se llevara sus males al mundo de las deidades de la religión Yoruba.
Y en medio de ellos yo solo contaba con un lente de 24mm y otro de 35mm, escasos para un lugar tan reducido, y de enfoque manual.
Sentí que el fracaso estaba cerca, la pobre iluminación, el espacio diminuto, el humo de los cigarros y con película que no admitía mucha manipulación en su revelado.

La música sin embargo crecía, nos envolvía a todos por igual y lentamente me iba a adentrando a una energía de una fuerza enigmática que hacia de cada uno de nosotros, un participante más en la celebración pagana de un dios traído desde África.
Y así como la danza se apoderaba de nosotros, algunos comenzaron a contorsionarse posesos también por el dios que había bajado a la tierra.
No se detenía la invitación a tomar ron, a bailar, al delirio de los cantos al unísono en la noche invadida por el calor.
Hubo temor al “Montado”, pero sus movimientos bruscos eran una mezcla de posesión, rito, y algo de preceptos adquiridos.
Me di cuenta que la energía de toda esa gente era contagiosa, se apoderaba de mi, y lejos de ser negativa, me fue ayudando a mejorar las tomas, mezclándome con la gente como uno más a quien habían dejado libre para contar esa historia cargada de intimidad.

Luego el “Poseído” fue calmado con abrazos y caricias por una sacerdotisa que llevaba un puro en su boca desde tiempos inmemoriales.
Y se retiró a sus aposentos lejos del mundo de los humanos.

La enseñanza de esa noche no fue un aprendizaje más sobre la técnica, ni el acercamiento a la historia, o el reto de vencer las condiciones de iluminación.
Lo que me dejó esa noche de calor abrazador, fue la lección de que un fotoperiodista tiene que dejarse imbuir por la historia que cuentan los personajes de la misma.
Sentirlos, abrazarlos y dejarse llevar por el relato en palabras y su idioma corporal.
Supe en ese momento, que hacer un registro de imágenes alejada de los personajes, me devolvería una historia insulsa, sin el sentimiento humano.
Desde aquel día escucho y trato de comprender al entrevistado, sus emociones, su visión, sus anhelos y sus frustraciones.
Solo así se puede plasmar en fotografías la conexión con aquellos que verán nuestros reportajes.

Aquella noche en ese barrio alejado de La Habana, los danzantes, gente amable, me dejaron entrar hasta sus creencias, me convidaron ron y me contagiaron de la energía propia de un pueblo cuya cosmovisión vienen desde los esclavos.
Fueron ellos los que me llevaron de la mano y me dejaron ver sin censura sus sentimientos más profundos.
Sin ellos, esas fotografías estarían durmiendo en un archivo sin valor alguno.

O quizás los adoradores de Babalú Ayé tienen razón, y fue él quien me acercó a su paso efímero por la tierra y me dejó contar una historia que valía la pena recordar.