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Presentación: Claudia Tenorio.
Música: Sunday by TrackTribe
Partió el ídolo.
El mundo tiene hoy un motivo más para llorar en este año 2020 que solo nos ha traído tristezas.
Fotografié cientos de veces a Diego Armando Maradona, a pesar de haber dejado yo de ser un futbolero hace ya muchos años.
La gente declara que se murió el fútbol, que nadie podrá olvidarlo, que se fue una parte de Argentina, su presidente, Alberto Fernández, puso a disposición la casa de gobierno, La Rosada, para su funeral.
Desde que Maradona jugaba en Argentinos Juniors, hasta en varios mundiales de fútbol, tuve la oportunidad de verlo y fotografiarlo en la cancha.
Pero además de todo lo que se ha hablado, discutido, vilipendiado y adorado al ídolo del fútbol, lo que siempre me maravilló del jugador fue su magia.
No era solo su habilidad, su genialidad, sus declaraciones, controvertidas o sentidas, su ideología o su posición política.
Maradona traía en su mente y en sus habilidades físicas, una magia que trascendía el deporte.
Entre los secretos que guardamos los fotógrafos, y nunca decimos por no dejar que las emociones nos ganen a la hora de disparar la cámara, tengo uno que solo compartí una vez con mi mejor amigo.
Muchísimas veces tuve a Diego Maradona frente a mi cuando hacía un gol.
De a poco me fui dando cuenta que cuando el balón ya descansaba en la red, pasaba algo que no se da en ninguna otra ocasión.
Porque cuando Diego comenzaba a festejar, corriendo hacia la tribuna, había un momento previo de silencio, una fracción de segundo antes que comenzara el festejo. La gente no explotaba inmediatamente después que la pelota cruzaba la raya.
Existía como un suspiro contenido en los miles de espectadores, un instante indefinido de tiempo en que quedaban suspendidos en el aire.
Y Diego Maradona lo aprovechaba, de allí arrancaba y con los brazos abiertos iba tejiendo al crochet a cada uno de los espectadores, los envolvía con un hilo de algodón interminable, los encadenaba uno a uno, sin perderse a nadie, y se los llevaba a pasear por la gloria inolvidable del gol, por el terreno de cemento gris desde donde la cancha se ve de lejos, haciéndolos regresar al campo de juego cuando él quería, cuando a él se le daba la gana.
Él no tenía la camiseta de Boca, o de Argentinos Juniors o del Nápoles, la que llevaba puesta era la casaca de la tribuna, la de los que jamás van a poder pisar el pasto de la fama.
Fue, es, el representante del barrio, de la escuela, de la barra de muchachos de la cuadra, que eligen a uno de ellos y lo mandan allá abajo, lo mandan a la Bombonera que ruge como animal en celo y asusta mucho, lo arman con escudos y lanzas para ver si alguna vez triunfa, para ver si acaso alguien le deja un lugar y la cuela entre los tres palos de la vida.
Y Diego tenía esa costumbre de devolverle a la tribuna el saludo de quienes están allá abajo solo para mostrar que eso es lo mejor que tenemos, que lo han amasado entre todos y lo soltaron a los leones para que pelee por ellos, y nos reparta un pedazo chiquito de triunfo, antes que nos vayamos a dormir.
Porque Maradona tenía el don de la conexión profunda con la gente, en cada tiro libre en que la barrera contraria cerraba los ojos pidiendo un milagro, el portero hacia malabares en su cerebro para figurar la trayectoria de la pelota, el 10 se tomaba un segundo para mirar a la tribuna, para hablarle en secreto a su gente, para anticiparles que había llegado hasta allí para devolverles la inmortalidad de la pelota dormida en la red.
Importa poco su adicción a las drogas, si insultó indiscriminadamente o derrochó más dinero que los poderosos del mundo financiero.
Con él, se va el trozo de alfombra roja que los que están en la tribuna quieren acariciar, aunque sea una sola vez en la vida.
La gente tiene todo el derecho de hacerlo un mito, y dejarlo allí hasta que el tiempo no pase.
No por el fútbol, por el dinero o la fama, sino porque cuando salía desde la media luna, la pelota parecía ser su esclava, porque levantaba la cabeza y decidía al milímetro cual iba a ser la parábola, y la dejaba quieta en el fondo de una red que abría su garganta enorme para producir ese silencio indefinible donde el pecho aguanta para que la prestigio llegue.
Quizás los recuerdos me engañan, pero nunca pude definir desde donde salía la magia.
Solo sé que había un silencio inmensurable entre la pelota dormida en el fondo del arco y el grito ensordecedor de la tribuna.
Y era allí, cuando la voz se frena antes de convertirse en ovación, donde siempre se acurrucaba Maradona.
¿O no era así Dany?